En la Carta III de sus Cartas desde mi celda dice Bécquer: «Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los campos santos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios.» No llegará a obsesión, pero, sin duda, Bécquer piensa en la muerte y escribe sobre ella en prosa y en verso porque se quedan «tan solos los muertos«.
«Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico. La tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre.» Y nos hace sentir el olor de la tierra, el tacto de las cruces herrumbrosas, el frío de las lápidas y la soledad de los muertos en las faldas del Moncayo, en el cementerio de Trasmoz.
Rodeado de muerte desde niño y tras vivir la de su hermano pocas semanas antes de la suya propia, un Bécquer enfermizo que pasea por cementerios y piensa en su entierro. Junto al Guadalquivir, en una iglesia bajo la cúpula o en el panteón de ilustres. No importa. Se quedan tan solos los muertos.