Nuestra imaginación está atrapada en la cultura popular, en especial desde que el cine fijó en ella el ataúd que, con un leve chirrido o de golpe, se abre para dejar salir a un vampiro o un zombie. Pero, en realidad, el uso de ataúdes y féretros para los enterramientos no era tan común hasta hace un par de siglos.
Los recipientes funerarios existen desde antiguo: de mimbre, de madera, de barro… El féretro de madera, acolchado, con decoración, tal y como lo conocemos ahora, comenzó a popularizarse desde finales del siglo XVIII cuando las leyes sobre los enterramientos empezaron a imponerse. Y aquella costumbre de inhumar con un sudario o directamente en tierra, dentro de la población, dejó de ser costumbre.
Dejando a un lado la realidad, la literatura nos dejó la que es, sin duda, la historia de un ataúd (o de cajas llenas de tierra de Transilvania) viajero que, años más tarde, sirvió para alimentar una leyenda en España.
En 1917, un barco procedente de Europa del Este atracó en el puerto de Cartagena. En su bodega viajaba un ataúd que nadie reclamó. Este permaneció un tiempo en la ciudad. Meses después, alguien lo hizo trasladar a La Coruña y comenzó la rumorología: en cada parada que hacía el féretro se producían sucesos extraños, muertes inexplicables. Al llegar a Galicia, nadie fue a recogerlo y el ataúd comenzó su viaje de regreso a Cartagena. Otra vez muertes inexplicables y rumores de vampirismo.
Una vez en Cartagena, un aristócrata serbio reclamó el féreto y lo enterró en un lugar que hoy se desconoce. Y se desconoce porque, después de ser investigado el caso en el siglo XXI, nada de esto ocurrió.
Las leyendas urbanas (de ataúdes y féretros) surgen porque los mitos, los miedos y el folclore siguen vivos en el inconsciente de toda una población. Larga vida a la imaginación.