La inspiración artística se encuentra en cualquier rincón, en cualquier motivo. La mujer enfermiza y melancólica como reflejo de una belleza ideal y del Eterno Femenino es un ejemplo. La atracción por la bella muerta, la mujer que ha transcendido y ha alcanzado lo sublime, es el arte más puro.
A lo largo del siglo XIX la imagen de la mujer evoluciona en el arte desde el ángel, que redime al hombre con su puro amor platónico, hacia la femme fragile de fin de siglo. Jóvenes cuya melancolía es su estado natural. Este es el caso de María, en Morirse a tiempo de Rosario de Acuña, de quien se dice: «vierte en su mejilla sonrosada el sello de mortal melancolía». A veces, esa enfermedad se identifica con la locura, como en Ofelia, que fue uno de los personajes más representados en la pintura del XIX.
El desengaño amoroso, el rechazo del amado o la burla suelen ser motivos de la incomprensión del mundo material. Sin embargo, puede que desde antes la joven ya diera señas de un carácter poco común para los parámetros de la época. Volviendo a la protagonista de Morirse a tiempo se dice que era «caprichosa y fiera», en más de una ocasión cogió los adornos que tenía, los «hizo un lío y los tiró al río».
Existía una exaltación de la enfermedad por concebirla como pareja de una mayor sensibilidad, de una intensidad imaginativa, porque la mujer agonizante estaba en el umbral del más allá. Una mezcla de miedo y fascinación que se reflejaba en obras pictóricas y literarias. Un ejemplo podría ser Manuel Machado y su cuento El Amor y La Muerte.
La melancolía, la enfermedad, la muerte. La mujer que alcanza su mayor belleza en la agonía, el dolor, la locura. El hombre que la ama por primera, y quizás última vez, en ese trance. Muerta e idealizada, en un pedestal inalcanzable para el resto de las mujeres, vivas y sanas que rodean a los hombres.
Para estas enfermas, antes de llegar a ser unas bellas muertas, las curas de sueño eran el remedio más común.
Leamos y durmamos para vivir.